Le
digo que iré mañana y a unas horas le aviso que no, o muchas veces, simplemente
mi ausencia se da a notar cuando pasa el tiempo y no aparezco, le digo que me
interesa y que iré en unos días, que iremos al café o que tengo ganas de sexo,
pero cada vez invento una excusa nueva, siempre preguntándome si aún piensa que
algún día la visitaré. Salgo de mi departamento, busco el bolsillo de la parte
interior del abrigo, que está roto, me gusta guardar las llaves ahí, no sé qué
espero realmente, creo que averiguar cuánto tiempo más puede ser útil o tal vez
espero que se caigan y se pierdan en algún charco de la calle, entre la
suciedad acumulada de todos los cauces de la ciudad, que se queden ahí húmedas
y yo afuera por fin, sin la posibilidad de retornar a esa célula del edificio
en que habito. No sé si quiero eso en verdad, o si solamente olvido que ese
bolsillo está roto y me acabo de percatar mientras pienso en esto. Pero las
llaves siempre están ahí, y vuelvo a entrar, vuelvo a la perenne soledad de dos
o tres huevos y un vaso de jugo de naranja, vuelvo a la almohada deshilachada y
amarillenta de mi abuela o de mi tía, no sé.
Percibo las manecillas indicando las ocho en el reloj de
pared y recibo el mensaje de siempre, la luz del teléfono se refleja azul sobre
el techo, como si este se abriera a la noche, no lo leo porque sé lo que va a
decir, sólo veo la hora y veo que esta vez se atrasó seis minutos más de lo
común, quizás estas vez reflexionó sobre mí, quizás se dio cuenta que no me interesa y ahora quiso despedirse,
aún así prefiero leerlo hasta mañana, cuando despierte si duermo, o cuando el
sol se proyecte sobre las casas de enfrente si no duermo, como suele sucederme.
Creo que nunca había analizado esa luz azul del teléfono y
los efectos de su reflejo, porque seguí experimentando, me atrevo a usar esta
palabra, sin método alguno, experimentando con los cambios de intensidad y la
profundidad que alcanzaba en diferentes puntos, como los ángulos del cuarto,
como el espacio que ocupaba una vieja
televisión, ahí la luz parecía regresar, como un ciclo, una y otra vez, esto me
irritó, pues no podía observar con detalle lo que ahí hubiera. Me parece que
nunca he podido, recuerdo que quité esa televisión porque me provocaba náuseas
pensar en los monopolios que jugaban conmigo, la quité y ahora que deseo ver
que hay detrás me parece injusto que ni la luz azul me permite estudiar la
superficie de ese rincón, qué estupidez pensar que destruyendo esa caja
electrónica podría ver todo lo que había detrás. Pero no me sorprende mi
estupidez, es parte de mis costumbres, de mis atavismos; como cuando me rasco
la nariz con un dedo y sangro, eso al menos cuatro veces por semana, o cuando
voy al baño y recuerdo que olvidé de nuevo comprar papel y sólo me subo los
pantalones, las paredes tienen las manchas de mis actos e inconsecuentemente lo
olvido, es parte de mis costumbres.
Sigo explorando las paredes, experimentando, recibo otro
mensaje y me irrita que la luz parpadee, es una barbaridad que me interrumpan
incluso en esto, prefiero apagar el teléfono, seguramente sólo era ella
arrepintiéndose del mensaje anterior. Cavilando unos segundos sobre esto, no me
asombra que de cualquier manera mi diversión de hace unos minutos ahora ya era
aburrición, no encontré ni llegué a algún resultado victorioso sobre mi
experimentación, a fin de cuentas no había objetivos.
Sin mayor detenimiento, decido salir del departamento, me
mata la aburrición y sé que no será así, pero espero que caminar por las calles
en la madrugada me ayude a relajarme; cierro la puerta, inserto y giro la
llave, la retiro y la guardo en el bolsillo interior del abrigo. No estoy
consciente de la ruta que estoy tomando, pero de alguna manera siento que voy
olvidando y dejando de pensar, no sé si sea otra de mis estupideces, pero me
agrada. Pasaron algunas horas, yo pienso, y decido volver a la celda, regreso
sin saber qué pensé y no recuerdo bien qué hice, quisiera saberlo para poder
aclarar el porqué del ardor en mis antebrazos y en mis manos, pero sé que no
tendría gran relevancia, sólo quiero llegar a aplicarme la pomada que siempre
tenía mi madre para sus golpes o para mi hermano cuando llegaba cojeando.
Me emociona saber que estoy llegando, pero veo que no tengo
mis llaves, ¿realmente se habrán caído en algún charco? Probablemente al fin
uno de mis pensamientos tenga sentido, claro, no es la gran reflexión, pero
entre mis elucubraciones puede convertirse en la mayor y más importante; sin
embargo, sigo buscándolas en el forro del abrigo o a mis alrededores, mientras
me acerco al edificio. Ahora que estoy más cerca, veo que mi departamento está
abierto, tal vez olvidé cerrarlo y lo que dije hace poco sólo lo imaginé, o tal
vez alguien entró a robar. Al menos no tengo posesiones valiosas, ni en dinero
ni emocionalmente, aunque espero que no se hayan robado esa pomada.
Cuando llego a la puerta repentinamente siento un golpe en
la nuca; no debió haber sido ningún experto, porque no estoy noqueado,
únicamente me provocó alguna suerte de contractura cervical y no puedo
flexionar bien mientras me intento incorporar. “¡Hijo de la chingada, levántate
imbécil!”, resonó la voz ronca en los tres cuartos semivacíos, no sabía qué
ocurría y vacilando dije lo mismo que digo cuando estoy en una situación
estresante: “Tranquilo, podemos dialogar”.
Al parecer no le agradó mi alternativa y me tomó del
abrigo, mientras se iba rompiendo, se desprendió una de las mangas y caí, me
levantó de nuevo y me llevó al baño, ahí me tomó del cuello y deslizó mi cara
sobre las paredes manchadas, con algunas partes frescas. A pesar de lo
putrefacto que olía y sabía, no me molestó en ningún modo, eran mis deshechos y
de nadie más los que estaban ahí proyectados. Comenzó a gritarme refiriéndose a
alguna persona que yo no conocía, o al menos no por ese nombre, Elena no me
sonaba a nadie conocido. Cada vez que le negaba con balbuceos sobre ella, me
estrellaba contra las paredes, y con los sabores que ya traía en la lengua la
sangre resultó insípida.
Ahora pienso que tal vez Elena es la mujer a la que tantas
veces le juré ir a verla, ya sea a un café o a tener sexo, nunca supe su nombre
realmente, pero el número lo recordaba y su singular estilo de redacción, nada
instruido. Ahora pienso que tal vez esos dos mensajes rezagados y poco comunes
me querían anticipar sobre esto, que acaso seguía pensando que yo la amaba y me
quiso proteger, o ¿qué más pudieron haber contenido esos dos mensajes? Dudo que
palabras de venganza, no es su costumbre.
El hombre que me destruye el espinazo me confía que me va a
matar, gran alivio que ya nos tengamos confianza, admiro su condescendencia y
le pido que me permita enviar un mensaje. No sé qué pensar sobre él, estoy
sintiendo que sólo está experimentando, sin método alguno, sin objetivos; sin embargo,
la sospecha de alguna venganza sigue intuyéndose. De las sombras veo salir su
mano, iluminada por el cielo rosa del amanecer, me da su teléfono y escribo a
ese número que conozco de memoria, le escribo que la veré esta tarde, que la
quiero abrazar y que estaré ahí con ella toda la noche y los días siguientes.
Envío el mensaje y advierto que el hombre se acerca, el rosa lo ilumina desde
los pies, pero entiendo que no tendré tiempo de observar sus ojos, y ahora
mientras estoy aquí tendido, sé que mi sangre es insípida por naturaleza y no
por accidente.