lunes, 23 de julio de 2012

Conarium

I
-¡Deja de joderme la existencia! Te arrancaré de ahí, de tu rinconcito idiota, me importa poco si te secas. Te abandonaré en la coladera para que sirvas de alimento a las hormigas.

Podría aparentar que cada vez soy más enérgico en mi odio, pero es todo lo contario, me cansa y siento que realmente estoy lastimándola y me duele a mi también. Quisiera asegurar que me escucha y comprende todo lo que le digo, pero me han dicho que no es así, y que mis elaborados insultos son fútiles.

Mis recuerdos de esta bola de tejido orgánico en la infancia son vagos, recuerdo que mis padres colocaban mi cama debajo de ella, en donde convergen las paredes y el techo, donde siempre ha estado, en el tercer cuarto del casón al subir la escalera de caracol. Ese cuarto siempre ha sido un lugar oscuro, y ahí ella estaba presente, sobre mí, proyectando su sombra coniforme; a los once años fue cuando empecé a darme cuenta que por las noches me bañaba en un líquido extraño y dulce, que posteriormente me inducía un sueño tan pesado que apenas podía sentirlo mojando mi cuello.

No fue sino hasta mis veinte años que dejé de dormir con ella allá arriba, pasaba días sin regresar a casa hasta que finalmente decidí vivir fuera de ahí para habitar en las estaciones del metro. En esas ocasiones no podía diferenciar el día de la noche, pero podía intuir algo al observar cuánta gente subía y bajaba a determinados momentos. No sé si pasaron semanas, meses o años, confío más en que fueron años, mucho tiempo fue el que duré buscando escalones para salir de las estaciones, tras mi frustración decidía cruzar por las vías y sólo llegaba a otra estación, muchas veces apunto de ser arrollado y destazado por los vagones. Esto ocurrió indefinidamente, sin poder dormir, sabía que necesitaba hacerlo pero no podía, fue ahí cuando comencé a odiarla, ¿me hizo adicto a sus fluidos, o solamente era la necesidad de verla sobre mí, acechando y esperando liberar su esencia? No podría afirmar cuál era mi diagnóstico pero sí puedo garantizar que el hecho de querer verla de nuevo ya era una sed implacable.

Me desagrada narrar aspectos insignificantes, así que omitiré la parte de mi relato en la que logro salir de las laberínticas estaciones, a fin de cuentas estoy fuera y eso es lo que importa. Tampoco me interesa hablar mucho de personas, por lo que me reservaré igualmente de describir a las personas que me trajeron de vuelta al casón de mis padres, muertos hace buen tiempo, según me informaron.

Cuando entré, el polvo se levantaba a cada paso que ejecutaba, me dirigí sin pensarlo más de una vez a la escalera de caracol, la abordé y le provocaba vibraciones que no le eran comunes, como amenazando sobre su fragilidad. Pronto me acostumbré a estas vibraciones y llegué al último piso, al tercer cuarto, entré y la encontré en ese rincón, sola, menos brillante, la toqué y sentí una aspereza nueva para mí, como pómez o un alguna piedra cálcica. La froto y la acaricio, tratando de quitar esa capa de dureza, pero temo que se pueda desprender de su rincón. Tomo la iniciativa de no molestarla más y me acuesto debajo de ella, supongo que el proceso será similar al de mi infancia y mi adolescencia, hay que acostarse, esperar a que emita el líquido y que caiga en mi frente, es más, esta vez incluso abriré la boca para que el efecto sea inmediato.

No creo poder soportar más tiempo, sigo sin dormir y la estúpida bola tisular no emite nada, ni una gota, ni gas, nada. El odio regresa y la amenazo: “’¡Deja de joderme la existencia!”


II
Sé que no me escucha, como ya les había aclarado, así que coloco una cubeta invertida y apoyo las plantas de mis pies sobre su base, me acerco y, aunque esta vez sí lo pienso varias veces, deliberadamente la arranco de ahí. Quedan unos cuantos fragmentos adheridos al techo pero petrificados también. ¡Qué triste es verla seca! Es triste saber que no servirá más para mí; la tristeza es por mí, no por esa jodida bola.

La tomo entre mis brazos y me acuesto con ella desahuciado, su cercanía me permite percibir su olor, que me atrae, ya sea por el simple embrutecimiento animalizado de querer dormir, el arco reflejo de su presencia onírica. Algo es, pero ese olor me inclina hacia ella y con mi lengua humedezco su superficie, por uno y otro lado, y poco a poco va perdiendo su dureza, se torna flexible y mojada nuevamente, continúo con mi lengua y mis labios, de manera meramente sexual. Me retiro las ropas y me excita sentir su rugosidad jugosa uniéndose a mi pecho, a mi abdomen y a mi entrepierna, donde ya no es necesario sujetarla con las manos, parece tener movilidad propia y me estimula. Siento dolor y placer, siento sueño y vigilia, siento cuerpo y espíritu.

Este delicioso efecto de mi conjunción con ella jamás lo imaginé, el vigor que se inyecta en mis músculos lo siento emanar de mis poros, y a través de mi piel brotan mis venas hacia ella y se encajan como los colmillos del murciélago, nos constituimos en un mismo ser, me cubre su cónica figura y me encierra entre sus fluidos tal vez para siempre. Oigo el metal de la escalera de caracol derrumbándose, siento los tubos vibrar, rayando casi en el borde de mis oídos, y me da satisfacción saber que no necesitaré más de esos escalones endebles. Me recluye, pero siento que puedo ver todo mientras duermo, veo el pasado y vislumbro el futuro, ¿quién habría especulado que mi odio era amor y que este daría miles de frutos nutritivos y venenosos a la vez?


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