domingo, 9 de febrero de 2014

Sudario

Nuestras palabras no son nuestras, son de ellos:
Llegan caídas, deshechas, mordidas, en brasas, cortando como hielo, lejanas.
Llegan como la rama que cayó una sola vez pero ha sido pisada por innumerables pezuñas, rasgada por dedos y por gotas de agua del ojo del árbol, sin poder regresar a las altitudes de su nacimiento.

Un hombre las ve volar por el aire y enredarse en los cables de luz, se detiene y piensa en bajarlas. Podría subir por un poste y caerse y sacarse los sesos para luego comérselos por la nariz; podría subir por un árbol, tirar un nido y estrellar los huevos en el asfalto azul, para que los pichones sin plumas le piquen los pies y le saquen el nervio; podría usar un tronco largo como arpón y lanzarlo y desangrar al pez de la lluvia, para que su aceite caiga sobre él y lo queme y le hierva en burbujas los ojos. Uno podría decidirse a hacer todo a la vez. Él lo haría también, pero esta sentado ahí solamente, viendo sin tocar, recorriendo sin caminar, raspando el diamante de tabaco.

Nadie allá arriba, dice un anciano. Nadie allá arriba como yo que te enlodo la piel con mis venas sin agua. Este anciano es bien parecido, con sombrero, pañuelo y navaja brillante, compra sus dulces en la plaza para que no se le baje el azúcar, se rebosa los bolsillos con olotes secos que le perforan los muslos, camina hasta el fin del suelo y se tira a llorar. Él conoce que el día llega a la noche y no al día, el naranja al negro y no al rosa. Si supieran sus nietos que las estrellas se atoran allá y no se pueden bajar, si supieran que su luz es falsa, que esa luz ya no existe, esas estrellas en negritas o en cursiva, tan falsas como ellas mismas. Él les dice y lo mandan al diablo.

Al diablo será. Las palabras se quedan con ellos, ¿sí sabes, no?, se enredan para que ni las alcances, ni las toques ni las hagas bajar a la fuerza. No son tuyas ni mías, déjalas ahí.


¿Qué me dices? ¿Que si vomitamos sonidos y nos los tragamos a ver qué nos sirve? Vamos, entonces, y dile al anciano que deje de estar jodiendo. Que se vaya por el suelo hasta que se quede en huesos y olotes y allá, de donde tanto habla, se vista con su máscara de cartas y cansancios perdidos: su sudario de tinta.

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